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Reseñadas en salas de cine (II)

  • Hugo Rodas
  • 18 nov 2022
  • 3 Min. de lectura

Pacifiction. Dir. Albert Serra, Francia, España, Alemania, Portugal, 2022, 154 min.


No hay duda respecto a las sensaciones de encierro y de tempo dificultoso de tolerar en esta película de Albert Serra; es necesario que nos incomode para comprender la circularidad existencial en toda isla y las sugerencias de un futuro improbable encarnado en la exageración artificial del color, característica habitual de las propuestas de Serra. El propio director declaró que la postal habitual de la Polinesia tiene en realidad algo de estancado y detenido por su condición de isla.

También altera a la inercia occidental la diferencia “transexual” de la protagonista Shannah (Pahoa Mahagafanau), mejor dicho la modulación cultural del sexo enriquecido de la Polinesia francesa (Tahití): leitī en Tonga, fa‘afafine en Samoa, akava‘ine en las Islas Cook, y mahu y raerae en Tahití. Shannah combina mahu y raerae porque se comporta de manera afeminada a través de sus gestos y vestuario, pero sin modificar

su anatomía; las mahu equilibraban desde hace siglos la familia cuando el hombre se ausentaba. Pero Shannah añadiría algo de los raerae, menos considerados socialmente porque surgieron en los años 60 del siglo XX, cambiando su cuerpo mediante cirugía plástica, por frecuentar locales nocturnos.


Los misioneros europeos cristianos de los siglos XVIII y XIX, en cambio, rechazaron toda ambigüedad sexual. Como evidencia la antropología, los sujetos transgénero de la Polinesia son parte de la tradición local y la subvierten al representar lo nuevo del futuro, instando a pensar la moralidad sexual de manera abierta, entre lo local y lo global, personificando las contradicciones del orden posmoderno.


El equipo de rodaje de Serra coincidió en Tahití con una visita del actual presidente francés Emmanuel Macron (quien también estuvo hace unos meses en Argelia para disculparse ante el Monumento a los héroes que liberaron a ese país de la colonización francesa), que no se refirió a la nube radioactiva que en 1974 afectó a más de cien mil habitantes tahitianos, ni a las cerca de 200 pruebas que ya realizó Francia en las islas de la Polinesia, desde que la colonizara en 1842.


La película ficciona la posibilidad de nuevas pruebas por la presencia de un submarino cuyo pequeño y patético almirante aparece en la escena final confirmando el plan de un holocausto mayor al de la historia pasada: la (geo)política contemporánea narrada en sus trámites conspirativos “bajo el agua” (ver 12 segundos en video de la película, cuando cinco muchachas esperan para embarcar al submarino), en el síntoma de la preocupante palidez de los marinos del submarino, en las condiciones en que regresan las sexoservidoras que se embarcan regularmente en el submarino.



Estamos lejos del colonialismo expresado en las amantes de 13 o 14 años que tuviera el pintor Gauguin en Tahití o de la excelsa narrativa de Robert Louis Stevenson que halló paz en estos mares y aun de las variantes del mar azul que complacen al protagonista y Alto Comisionado francés De Roller (Benoît Magimel) y cerca de la corrupción de intereses meramente particulares de la sociedad contemporánea.


Si hubiera que transmutar en adrenalina estas imágenes, el azar —según Serra— contribuyó a que el inmenso mar que autores como Conrad domesticaron hacia la elevación ética (piénsese en Lord Jim), sea visible con ocasión del surfeo de olas cuando De Roller, en una moto acuática y no en la tierra de nuestra butaca, espera que el lomo de mar se hinche y levante para eludirlo al filo del vórtice terrorífico de la gran ola: extraordinaria sensación acrecentada por previos diálogos anodinos.



 
 
 

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